Murray, un señor campeón, señor tenista

El tiempo, dice el dicho manido, tiende a reordenar las cosas y a poner a cada uno en su sitio. En el caso de Andy Murray, al viejo Cronos tal vez le haya costado un poco más de la cuenta encontrarle su verdadero espacio, porque cronológicamente quiso emparejarlo con Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic, así que al escocés se le fueron negando los trofeos que acaparaban los tres tenores y se le fue señalando despectivamente como un perdedor, cuando en realidad lo que había detrás de esas derrotas eran tres mastodontes históricos y un aspirante que por derecho propio se ha ido convirtiendo (con la licencia de Cronos) en un tenista como la copa de un pino.

Este domingo, en el santuario verde de la raqueta, Murray venció a Milos Raonic (6-4, 7-6 y 7-6, en 2h 48m) y elevó su segundo título de Wimbledon, el tercer Grand Slam de su carrera. Pero, ante todo, más allá de la gloria que supone vencer en casa y engrosar el palmarés, el escocés dio un nuevo paso más al frente para anunciar que si alguien está dispuesto a rebatir la insultante hegemonía de Djokovic y poner en cuestión su trono, ese es él, antes el hombre de espíritu frío (le recriminaban) y ahora (le elogian) un competidor de lo más caliente, el jugador al que hace unos años se le hacía insoportable la presión del Reino Unido y que hoy día procesa ese peso con la mejor maestría.

Lo constató en la final contra Raonic, a la que al margen del buen hacer del campeón y la loable entrega del canadiense le faltó una buena dosis de picante. Quien esperase épica o lirismo, se quedó con las ganas, porque el pulso se tradujo en una tarde de contención, en una final londinense demasiado plana, la primera desde 2002 en la que no jugaban Federer, Nadal ni Djokovic, y así, claro, la grandilocuencia del relato se resiente. Y es que Murray tal vez no alcance el grado de virtuosismo de ninguno de ellos, pero a cambio brinda actualmente una regularidad abrumadora, la que le situó en las finales de Australia y París este año y la que le ha guiado a este segundo triunfo en Londres.

A excepción del sonoro Uuuuuhhh! con el que le obsequió el público de La Catedral al primer ministro británico, David Cameron, en el instante en el que Murray le citó en el turno final de los parlamentos –“ya sabemos que el suyo es un trabajo imposible”, suavizó el tenista–, todo transcurrió acorde al guion, más o menos en la línea de lo que se esperaba. Esto es, con la inquietud de cómo y cuándo conseguiría Murray neutralizar el poderosísimo saque de Raonic, con un pico de 236 km/h y que cerró el torneo con un total de 145 puntos directos. Sin embargo, en esta ocasión solo firmó ocho, cuando su promedio en esta edición era superior a los 20 por partido.

Exhibición al resto

Murray alza su trofeo en la pista central de Wimbledon.
Murray alza su trofeo en la pista central de Wimbledon. 
Esta vez la faltó pólvora. Primero, porque no estuvo del todo fino y el escenario (su primera final de un Grand Slam) se le hizo probablemente un poco grande; y segundo, porque el británico destapó el tarro de las esencias en los restos; de hecho, hasta el octavo juego no le concedió un solo ace al discípulo de Carlos Moyà, Riccardo Piatti y John McEnroe. Concentrado y metódico, Murray se sabía más fuerte y ejerció esa condición de favorito desde el principio. No dio opción —tan solo dos opciones de break, ambas desbaratadas—, sirvió con mayor eficacia —retuvo un 87% (60/69) de puntos con primeros—, redujo a una cantidad mínima (12) su cifra de errores no forzados y en los tie-breaks del segundo y el tercer parcial sacudió como una bestia, con 3-0 y 5-0 de arranque. Demasiados argumentos contra el canadiense, que además ofreció una generosísima veta a los passings del escocés con un buen puñado de subidas a la red kamikazes.

Así se hizo Murray con su segundo cetro de Wimbledon, rendido todo el público a sus pies, entregado a su símbolo tenístico moderno, que en 2013 acabó con una sequía británica de 77 años en el All England Tennis Club y que el curso pasado hizo lo propio en la Copa Davis, capitaneando la reconquista de La Ensaladera en Gante. Quizá, el gesto arisco que suele acompañarle en la pista le haya pasado factura a su popularidad entre el aficionado foráneo, que encuentra mayor complicidad en la cercanía de Djokovic, la distinción de Federer o la empatía que suscita Nadal. Pero él, a estas alturas, es ya todo un señor campeón, un señor tenista. La alternativa más sólida al gran jefe Nole.

Comentarios