Las cifras de la violencia en México son alarmantes. Los 10 años de la guerra contra el narco dejaron más de 100 mil ejecutados, entre 30 y 50 mil desaparecidos, número que aumenta cada año, e innumerables víctimas indirectas: padres, hijos y parejas que han perdido a alguien. A pesar de ello, la sociedad se ha vuelto, aparentemente, inmune a estas noticias, lo asimilan ya como algo cotidiano al punto de que se ha normalizado una realidad atroz que deberíamos negarnos a aceptar.
En momentos así, lo que necesitamos es un golpe que nos haga recordar lo que hemos olvidado y las situaciones que debemos afrontar en el futuro. “La libertad del Diablo” se trata de una obra de uno de los grandes documentalistas mexicanos: Everardo González, y nos da un golpe de realidad tan crudo como necesario, tan virtuoso como improbable, un retrato que con su franqueza apela a la empatía, mirada a mirada.
Quizá podrían resultar víctimas de la misma insensibilidad con la que consumimos, o ignoramos, la violencia, pero los documentales nacionales que abordan esta temática han destacado recientemente no sólo por su relevancia ante tiempos convulsos, sino por el logro técnico y narrativo que alcanzan, visto particularmente en “Tempestad” (2016, Tatiana Huezo) y “Retratos de una búsqueda” (2014, Alicia Calderón).
“La libertad del Diablo” no sólo continúa, sino que eleva esta tendencia. La obra de Everardo González relata las historias de las víctimas de la violencia de quienes la sufren y de quienes la ejercen, desde una perspectiva muy pocas veces abordada. A la par, conviven las palabras de sicarios confesos, exmilitares que seguían “órdenes de arriba” para perpetrar crímenes y lo que queda de los hijos, madres y hermanos, cuyas familias terminan mutiladas ante la desaparición forzada y nunca resuelta de algunos de sus miembros.
No hay fotografías de archivo, recortes de periódico o videos a lo largo del documental. Al centro y como pilar del mismo están las víctimas; sus testimonios, lo único necesario para relatar y entender todo un contexto social; su mirada, el instrumento certero para generar la tan buscada y elusiva empatía con el otro.
Como espectadores somos capaces de percibir todo esto con particular sensibilidad, gracias a un gesto no sólo brillante sino excelsamente ejecutado: el rostro de las víctimas nunca se revela, permanece oculto por una enigmática máscara.
Podría parecer contradictorio querer darle visibilidad a estos testimonios al ocultar la cara de los afectados, pues surge la pregunta: ¿se les quita el rostro a las víctimas? En un país donde los muertos y desaparecidos son sólo una estadística, esconder su rostro ante una cámara es una infranqueable confrontación.
La máscara revela más de lo que oculta; protege al mismo tiempo que libera. Nos obliga a no esquivar la mirada, como lo hacen las autoridades y nosotros como sociedad. Nos exige ver la atrocidad a los ojos, y es a través de esas miradas que nos podemos reconocer.
Los 74 minutos de “La libertad del Diablo” nos mueven y nos conmueven de tal manera que agradecemos su corta duración. En suma, es una extraordinaria obra que desborda humanidad y una gran sensibilidad.
Es una serie de aciertos técnicos y narrativos que nos permiten apreciar lo bien que puede resultar una producción como ésta, llena de pasión y de una convicción por abordar lo innombrable con una decisión realmente admirable. Es un poderosísimo acto que le da la cara al dolor. El acto político de perder el miedo y buscar la compasión.
CULTURA COLECTIVA