“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡yo no sé” (César Vallejo, Los Heraldos Negros)
Son negros, sí. Y tienen la cara de la desgracia. Y esa cara es filosa, cruel, maldita, cuando entreteje sus planes, los ejecuta, y en algún lugar brotan gritos y lágrimas.
El primer punto del tejido es el colombiano Julián Andrés Astudillo. Vive entre México y su patria. En México viven su mujer y sus dos hijos: Julián Andrés Astudillo Flores, de once años, y Jimena Lora Flores, de seis. Pero ese día, el martes 19, estaba en Cali, en su Colombia, por razones de trabajo. Que no sobra, y que porque no sobra, el martes 19 llevaba cinco largos años sin verlos. Pero con una esperanza: viajaría a México en diciembre para abrazarlos y besarlos en Navidad.
El segundo punto del tejido, de la trágica trama, está en el segundo piso del edificio de departamentos Erasmo Castellanos, donde viven los hermanitos Julián y Jimena. Que ese día… no quisieron ir al colegio. Le dijeron a la madre que les gustaba más quedarse en la casa. Solos, porque la mujer salió para hacer una compras.
A las cuatro menos cuarto de la tarde (tercer punto crucial del tejido), un fuerte temblor sacude el suelo, las calles, las casas, los edificios, y México vuelve a vivir, con espantosa simetría, el terremoto del 19 de septiembre de 1985, que arrancó diez mil vidas. Por instinto, por amor, con una lucidez de adulto, Andrés abraza a Jimena, su hermana. La menor, la más frágil. En ese instante, Andrés crece de golpe. Es niño y es hombre. Es hermano y es padre y madre, mientras la garra del terremoto derrumba cuanto encuentra a su paso. Y en su paso, cabalgata de otro Jinete del Apocalipsis, está el barrio Colonia Tasqueña, y allí, el edificio Erasmo Castellanos, de cinco pisos…
Los tres pisos superiores se desploman como una bomba sobre el segundo, donde Julián sigue abrazando a Jimena, mientras la desgracia hace una sádica mueca: pasa de largo, deja intacta la escuela en que a esa hora debían estar los dos hermanitos.
El intento de rescatarlos dura más de veinte horas. Cuando los encuentran, el 21 de septiembre, la desgracia ha terminado el tejido. Julián y Jimena están muertos. Pero siguen abrazados. Como dos cuerpos en uno. Como el último e inútil muro del amor y la fragilidad del hombre frente a la naturaleza desbocada.
Julián Andrés, el padre, cuenta: “A mí me entró una llamada. Me dicen que los niños estaban atrapados, pero que hasta las seis de la tarde estaban vivos, pero que después no volvieron a oír nada. Porque a mi hijo le gustaba mucho el fútbol, tenía un pito como el de los árbitros, y siempre pitaba, pitaba, pitaba, y que ese día también gritaba… Pero a las seis o siete de la noche no volvieron a oírlos nunca más. El niño, como es mayor y era verraquito (valiente), yo creo que agarró a la hermanita y la apretó, y la abrazaba, y me imagino que le hablaba, y así los encontraron, abrazaditos, asfixiados… Ellos no quisieron ir al colegio, su madre había salido a hacer una compras, y tres pisos se les vinieron encima a mis muchachos… Diosito los llamó, él sabrá porqué lo hizo”.
Los dos pequeños cuerpos fueron velados en la madrugada del jueves 21. Julián, el padre, no pudo ir. Sus amigos lo ayudaron con dinero para el viaje, pero lo impidió una huelga de Avianca.
Réquiem… Julián Andrés y su mujer los llorarán por siempre, rezarán por sus almas, a veces reirán recordando sus travesuras, y pensarán –entre pena y orgullo– qué habrían sido sus hijos si ese día hubieran ido al colegio.
Nadie podrá reemplazarlos.
Nadie podrá explicarles jamás por qué ellos dos. Justamente ellos dos, los más inocentes de los inocentes.
Ni siquiera el genio del peruano César Vallejo y sus inolvidables líneas sobre los golpes de la vida.
Con información de Infobae.