El difícil camino a la posteridad

¿Fue el mariscal López querido por su pueblo? ¿Lo fue el Dictador Francia? Difícil saberlo. No existían por entonces encuestas ni medios de comunicación masivos. Y por temor o ausencia de contactos por fuera de los claustros familiares, la gente se guardaría sus opiniones. Hoy, nutridos de información, pendientes de todas las encuestas, los gobernantes prefieren ser “populares” antes que amados. Obviamente quieren las dos cosas pero confunden cariño popular con algunas de las patologías del capricho, prestándose a cualquier reality de TV. O pretenden que sea lo mismo el fervor que le profesa el “selecto” grupo de favorecidos durante su mandato. Con estos “logros”, es probable que la memoria colectiva no se acuerde de ellos sino para lamentar otra de las tantas oportunidades perdidas para que fuéramos mejores.
La historia recuerda -y generalmente bien- al Dictador Francia o a cualquiera de los López aunque éstos no se sintieran precisamente amados. Tampoco se preocuparon mucho del detalle, sino que el Paraguay fuera respetado y su pueblo, feliz, dentro de lo posible. Después de 1870 y en estos casi 150 años de historia nacional, hubo gente admirada u odiada en el gobierno, temida o respetada con distintas intensidades según la época, la filiación o el destino que tuviera. Entre los admirados y hasta amados podrían contarse a Cecilio Báez, Manuel Gondra y José Félix Estigarribia; hasta que accedieron al poder y su ejercicio les regaló exposición y vulnerabilidad, críticas y enemigos. Tanto como los Ayala, Eusebio y Eligio, diferenciados ambos por circunstancias y personalidades distintas. Bernardino Caballero es reverenciado por los colorados que, inexplicablemente olvidan a Juan B. Egusquiza. Tal vez por las mismas razones que los liberales recuerdan a dos de sus figuras que ni siquiera llegaron a Presidente: Eduardo Vera y José de la Cruz Ayala (Alón), pero olvidan a Eligio Ayala. De hecho, uno de nuestros compatriotas más amados y admirados sin haber protagonizado ninguna historia partidaria o sin que la historia patria se haya ocupado de él, ha sido Blas Manuel Garay Argaña. El sólo repaso de los discursos y declaraciones de contemporáneos ante sus restos mortales, nos indica que aquella figura asesinada cuando transitaba sus jóvenes 26 años, fue un “meteoro intelectual que cruzó raudo el firmamento nacional”, como lo recordó uno de los presentes en su sepelio.
Pero independiente a los difíciles años de regímenes autoritarios, en el Paraguay se privilegió casi siempre, la buena formación o la ilustración para el ejercicio del liderazgo, cada vez que nuestros compatriotas albergaran esperanzas de progreso. Entre los años de 1920 y 1932 por ejemplo, Asunción fue gobernada por siete Intendentes egresados de universidades europeas, con altos honores: Albino Mernes, Andrés Barbero, Juan B. Nascimiento, Miguel Ángel Alfaro, Baltazar Ballario, Pedro Bruno Guggiari y Gustavo Crovato. Pero desgraciadamente y aún más que el conocimiento, también tuvo cabida la envidia en nuestro país así como el pertinaz torpedeo a las buenas intenciones. Arenas movedizas de la política criolla que abortarían cualquier atrevimiento de suficiencia en el gobierno. Tanto que, de anarquía en anarquía, caímos en las fauces de la dictadura de Alfredo Stroessner, compendio de todos los vicios practicados durante su gestación, en décadas de infortunio. ¿Pretendió Stroessner ser amado por el pueblo? Alguien dejó asentado que los dictadores no buscan que se los quiera sino que se los tema. Hoy todavía lo recordarán sus antiguos beneficiarios, como denostarán su figura los que sufrimos sus desbordes. En la “columna del medio” estarán los indiferentes de siempre. Pero la ciencia histórica le juzgará cuando los que nos sobrevivan: víctimas, indiferentes o adherentes al victimario, analicen los hechos con prescindencia de las emociones.
La democracia sin embargo, otorgó al “amor del pueblo” una importancia inédita. En efecto, el mágico elixir del voto libre y directo hizo que partidos y dirigentes apuntaran en estos tiempos, a la conquista del volátil cariño popular. Con lo que tuvieran y pudieran. Lo primero es, obviamente, dinero. Lo otro, refiere cualquier recurso para -al menos- pellizcar el poder y mantenerse al alcance de la gente. Pero así como consagraban los emblemas de nuestras luchas juveniles de antaño: “No hay que descender hasta el pueblo, sino elevarse hasta él”… hubiera sido ideal que los que se pretenden líderes, se dieran cuenta que la historia sólo recuerda a los que amaron a su pueblo y fueron amados por él.

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