Testimonios desde Siria: ¿Cómo fue respirar el gas tóxico?

¿Cuál es mi diagnóstico, Lucifer? Los que regresan del infierno sólo tienen dos caminos a seguir: guardar la narración hasta que salga por sí sola en ámpulas putrefactas o escupirlo inmediatamente, como cuando se extrae el veneno de una víbora ponzoñosa. El testimonio endiablado cala más que el discurso enoquiano.

“¿Cómo empezar a narrar la desdicha?” se pregunta uno de los doctores que viene regresando de las entrañas de la tierra, apenas 12 horas después de haber sostenido en sus brazos a vivos y muertos por igual. Da igual, todos parecían muertos en vida, vivos ávidos de sepulto oportuno. Daba igual, ahora a nadie le importa.

El mismo salvador emite un dictamen que no por piadoso deja de ser lacerante: “Cuando los recibimos están llorando… les damos medicina, tratamiento. Cuando despiertan están llorando. Su padre, su madre, murieron. ¿Qué podemos hacer por ellos?”

Otra enfermera se adelanta a la respuesta: “Absolutamente nada”. Cuando alguien caía enfermo siempre les decían (les rogaban) que debían ser fuertes. “Este no es lugar para los débiles. Esta nación no es para los endebles”, tartamudea. Pero cuando la sala de hospital se llena de un cúmulo de infantes moribundos, “¿A quién le pides clemencia? ¿Cómo pedirles que resistan a un veneno que se los está comiendo por dentro y que ya fulminó a toda su familia?”

Uno de los sobrevivientes, de apellido Eid confesó que respirar el gas sarín fue como tener un “cuchillo de fuego” en los pulmones. En cuestión de segundos perdió la capacidad de respirar. En cuestión de segundos sus entrañas se transformaron en un averno, como si hubiera comido alacranes o algún tipo de artrópodo venenoso y letal.

Otro más de los póstumos dijo que lograr dar un respiro, inhalar una sola vez era como un milagro. Algo prodigioso y doloroso por igual: “Era tan lacerante que se sentía como si alguien estuviera desgarrando mi pecho, con un arma caliente”. Mientras lidiaba con el demonio entre sus costillas, escuchaba las súplicas de las mujeres, los gritos furibundos de los padres y los chillidos rasposos de los niños moribundos, una especie de aullido animal que taladra los oídos.

Absolutamente todos —dice el testigo que prevaleció, de apellido Eid— se encomendaron a dios en unísono: “Lo único que les quedaba era pedirle a cualquier ser omnipotente que tuviera piedad de ellos. Aquel día presencié cosas que nadie se ha imaginado ni en sus peores pesadillas”. Los que no lograron escapar del gas mortal eran alcanzados como por balas invisibles, caían al suelo y empezaban a convulsionarse, escupiendo espumas funestas.

testimonios desde siria

*Fuente: Hindustian Times.

Abdulhai Tennari, otro receptor de víctimas, cuenta que los niños llegaban muertos: “Niños hallados bajo los escombros. Niños sin padres. Mientras nosotros buscábamos a sus padres, los padres podrían estarlos buscando”. Morían en camino al hospital, llegando al hospital o a los pocos minutos de recibir tratamiento. Casi todos tenían dificultades para respirar, las pupilas se veían diminutas y sus narices no cesaban de sangrar.

Todos los testimonios coinciden en una cosa: jamás habían presenciado algo similar en la historia de la guerra. Es un acto cruento y despiadado, dicen algunos. Otros, resignados, sencillamente esperan cosas peores en un país que ya es tierra de nadie, abandonado por todo Dios, por todo humano misericordioso y por toda salvación.

 

 

Fuente: Cultura Colectiva

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