La película que demuestra que el futuro será más aterrador que el presente

Ridley Scott se ha convertido en un maestro del género de la Ciencia Ficción. Ambiguo, impredecible y profundamente visceral, el director ha sabido crear un estilo único que no sólo bebe de los mejores referentes, sino de esa vasta necesidad del hombre de hacerse preguntas trascendentes a las que no encuentra respuestas inmediatas. Esa visionaria curiosidad que despierta lo infinito y lo desconocido. En una ocasión, se le preguntó al director cómo se definía a sí mismo y a su arte, a lo que Scott respondió: “Lo defino como en perpetua transformación, nunca termina de definirse. El arte es como un tiburón. Tienes que seguir nadando o te comerá. Continúa yendo de un sitio para otro. La gente siempre me pregunta ‘¿cuál es el plan?’ No hay plan. Me voy a lo siguiente que me fascina”. Una búsqueda constante, en ocasiones infructuosa, pero siempre visualmente impactante. Su arte es una original proyección de la inquietante interpretación que hace de la realidad.

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Al principio, Scott no estaba muy interesado en filmar una película que pudiera terminar encasillando su trabajo en un único género. Luego del resonante éxito en taquilla y la crítica positiva que recibió “Aliens, el octavo pasajero”, Ridley Scott quería alejarse de la Ciencia Ficción. No obstante, Hampton Fancher, un joven guionista que había logrado recrear el universo de Philip K. Dick —cuya novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” es la inspiración de “Blade Runner”—, parecía decidido a que Scott fuera el director de la épica. “Le perseguí hasta el cansancio, le insistí de todas las maneras que supe. En una ocasión me dijo que había aceptado dirigir más por aburrimiento que por interés”, cuenta Fancher.

De la colaboración de ambos artistas, “Blade Runner” (1982) obtuvo su magnífica capacidad visual para sorprender y desconcertar y, sobre todo, ese sabor amargo que convierte a la película en una obra intimista, aunque no lo parezca. El responsable de la estética del filme es el diseñador e ilustrador Syd Mead, a quien la película le debe no sólo esa visión destartalada del futuro, sino esa poderosa visión de un mundo mecanicista y brumoso. Con sus espacios abigarrados y llenos de contrastes de luz y sombra, la ciudad de Los Ángeles de 2019 parece tener una extraña capacidad para resumir los temores y pequeños dolores de las urbes modernas, llevados un paso más allá.

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La visión futurista en “Blade Runner” es totalmente anacrónica, y de hecho casi atemporal. Esta visión de un futuro que no termina de encajar puede verse en los ventiladores de aspas programados para obedecer a una orden oral; en los mismos detectives fumadores y bebedores que dieron forma al cine negro; en los coches voladores, entrevistos en medio de una espesa neblina, deslizándose entre las palabras de la historia con la misma facilidad que el concepto más profundo del planteamiento; en la misma personalidad del cazador de androides, tan parecido a un “Chinatown” sin asidero coherente; y, finalmente, en la realidad que revela cada escena, turbia, decadente, perturbada. El equilibrio precario entre lo humano y lo artificial intenta recrear en una sola perspectiva una idea irreductible: el presente como expresión del pasado y el futuro como una mera consecuencia de ambos.

Una irrealidad que toma el sentido de una realidad reconocible: por momentos nos son inevitables las comparaciones con el tiempo que da sentido a nuestra idea del tiempo. ¿No son los mismos conflictos humanos los que atraviesan los androides, el cazador, los personajes difusos que parecen desaparecer en un telón de fondo apenas bosquejado? ¿No se repite una y otra vez, como un eco devastador, la insistencia en cuestionar la idea de nuestra existencia, de ese elemento esencial que nos da la identidad de seres humanos en medio del fragor de la tecnología y una sociedad cada vez más indiferente? Tal vez estas reflexiones parecen un poco románticas, pero las mismas preguntas se han planteado de manera casi idéntica a través de los siglos.

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En el futuro de “Blade Runner” encontramos estas reflexiones, sólo que con el rostro de nuestros temores: existen individuos que se amotinan en el trabajo, se dan a la fuga, secuestran una astronave. Sienten un ansia irrefrenable de libertad, tienen sentimientos humanos; pero, como cualquier humano, ni siquiera aceptarían que son máquinas. Tienen un implante de memoria: recuerdan unos padres, amigos de la infancia, un perro. Y, aunque no se acuerden de nada, la vida les parece una cosa agradable. Conocen el dolor de tener miedo, sangran, quieren vivir, lloran y rehúyen de la muerte. Son replicantes perfectos, conocen incluso la crueldad humana, el instinto de venganza y de supervivencia.

Además, la película utiliza de manera muy inteligente códigos de distinta naturaleza que desconciertan y sintetizan la confusión babilónica de una ciudad del futuro donde todas las razas y todas las interpretaciones culturales parecen coincidir. Inspirada en el clásico de Fritz Lang, “Metrópolis”, y sin duda en los cómics de Moebius, Scott consigue crear un mundo extravagante a través de fotogramas bien medidos. Pero no se limita con mostrar, sino que además profundiza y logra bordar una historia extraña e íntima sorprendente. Desde el planteamiento de la existencia de los replicantes  —idénticos y casi indistinguibles de los seres humanos—, la trágica estética de un mundo cada vez más cínico y el antihéroe reconvertido en símbolo  hacen de “Blade Runner” un manifiesto brillante sobre cómo el mundo se percibe y se analiza a sí mismo. Porque desde la sensibilidad improbable del personaje de Hauer —más humano que los humanos, el superhombre de Nietzsche— hasta la ambigüedad de Deckard, el mundo de “Blade Runner” fluye hacia la disyuntiva de la identidad del hombre, del temor a lo creado, de la búsqueda de lo imposible.

El filme no deja de reconstruir el centro de su propuesta. El villano se convierte de pronto en una conclusión mística, en una criatura empática que es capaz de resumir la naturaleza humana en su sensibilidad. Y Deckard va de ser un cazador a un simple instrumento de esa cultura que no comprende la creación más allá de lo utilitario. En medio de ese vertiginoso juego de roles, Scott logra encontrar una fisura, una extraordinaria visión de lo bello y lo doloroso. Un discurso tan profundo que aún desconcierta.

 

 

Fuente: Cultura Colectiva

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